Por el Dr. Simón Fernández Nievas, Director Médico de En Casa Buenos Aires (MN 103576)
El envejecimiento de la población es una realidad que está causando un profundo cambio social. La esperanza de vida se ha incrementado de forma espectacular durante los siglos XX y XXI. Este envejecimiento poblacional tiene como consecuencia un mayor número de personas con diferentes niveles de dependencia y/o discapacidad. La fragilidad, las limitaciones físicas y psíquicas propias del envejecimiento se relacionan con una mayor probabilidad de necesitar asistencia para las actividades de la vida diaria.
Las alternativas posibles para esta situación son dos: brindar un cuidado domiciliario que permita al adulto mayor continuar viviendo en su hogar y en su entorno familiar o la institucionalización, como una opción alternativa de servicios de atención.
Se define a la institución para adultos mayores como un lugar en el que las personas reciben alimentación, hospedaje y atención terapéutica. También se incluyen entre sus servicios actividades relacionadas con necesidades culturales y sociales en un ambiente adecuado para el grupo etario. Sin embargo, la imagen social de las residencias de adultos mayores es predominantemente negativa.
Para los adultos mayores, es decir, los mayores de 65 años, el ingreso a una residencia para adultos mayores implica una pérdida de la libertad y del contacto social y familiar; una situación de aislamiento y una vejez en soledad. Otras connotaciones negativas son la despersonalización e indiferenciación de los residentes a partir del apelativo de “abuelos” y /o su infantilización y falta de reconocimiento de su identidad y autonomía.
En la última Encuesta a Adultos Mayores que se llevó a cabo en nuestro país hace unos años, con grupos focales conformados por personas de a partir de los 60 años, en diferentes ciudades y pertenecientes a niveles socioeconómicos (bajo, medio bajo y medio), los resultados expresaron la contradicción de este grupo etario entre la probabilidad de demandar atención creciente a sus familiares en la perspectiva de una dependencia también creciente, en la medida en que se envejece y se incrementa la fragilidad, y el deseo de no ser una carga para los seres queridos y cercanos.
El estudio, realizado con un grupo de 1.035 adultos mayores, arrojó que sólo el 15,1% aceptó la posibilidad futura de entrar en una residencia geriátrica; el 76,3% no la aceptó y el 8,6% no supo responder si la aceptaría. En estas respuestas queda manifiesta la voluntad de las personas vivir en su domicilio el mayor tiempo posible.
La imagen individual sobre el hogar geriátrico se determinó como la de “depósito”, una idea que marca la objetivación de la dependencia y la de pasiva sumisión a la situación en función de no molestar a la familia.
Por su parte, la imagen predominante en los grupos focales (opinión grupal) resalta una mirada más relativizada y menos prejuiciosa en función de la situación de salud particular por la que atraviesa la persona institucionalizada. Respecto de los geriátricos, los encuestados valoraron la contención, la atención y los cuidados médicos continuos, la acción de personal especializado, la posibilidad de intercambio con pares, la tranquilidad y la posibilidad de liberar a los familiares como cuidadores principales. Aunque, por otro lado, reconocieron también la posibilidad de abuso y malos tratos, tanto en los aspectos cotidianos como en el exceso de medicación para tranquilizar a los residentes; el alejamiento de la familia y el abandono; y señalaron como los ejes más negativos al entorno de depresión y enfermedad.
Es importante prestar atención a las percepciones de los adultos mayores respecto de la institucionalización, sobre todo considerando que la expectativa de vida sigue en aumento y cada vez serán más los desafíos sobre cómo y con qué herramientas afrontar esta etapa de la vida.
Como sociedad, desde todos los aspectos – público, privado, médico, social, económico, etc.; se deberá trabajar en el interior de las organizaciones para modificar las percepciones negativas de las instituciones para adultos mayores, así como replantear el paradigma de la vejez como sinónimo de deterioro, dependencia y soledad. Como ya se puede ver hoy en día, en los años venideros, tener más de 65 no significa ni significará estar en la etapa final de la vida. Ni mucho menos.